Cuando traduzco me ocurre algo muy curioso que no sé si voy a ser capaz de exponer. No sé si es fruto de entrar en otras mentes, no sé si es mi cerebro mandándome mensajes desde el subconsciente, no sé si es simplemente la sensación que me transmite hacer lo que realmente me apasiona; no sé lo que es, pero sé que me ocurre cuando me siento ante el ordenador con la pantalla dividida y empiezo a teclear.
Mientras estoy intentando colocar una frase en el modo correcto (o como mejor considere que sea lo correcto), mientras busco el mejor equivalente a una expresión que sé que lo necesita, mientras espero a que me venga esa palabra que tengo en la punta de la lengua y que se niega a manifestarse, mi cerebro vuela a otros lugares. Estoy metida en la mente de otro y cual ventrílocuo mi boca se mueve para que salgan sus palabras. Quizá por ello mi cerebro vuele, pero siempre vuelve dejándome reminiscencias de los lugares a los que va. No pretendo decir que viaja a la mente del autor o de la autora, al contrario, creo que viaja dentro de mi memoria a lugares que le transmiten paz. Mientras traduzco me he visto de repente transportada a memorias recientes o lejanas, donde lo que acontecía no era demasiado interesante, sin embargo, mi mente extraía de ellas la sensación de ese momento no-interesante. Todas esas ocasiones o momentos a los que mi cerebro viaja mientras traduzco, son momentos de calma. Lugares en mi memoria en los que ni siquiera era consciente de la paz interior que tenía, de la tranquilidad de mente y espíritu que me acompañaba y, sin embargo, mi cerebro los acumuló y me los devuelve cuando pongo en marcha mi mecanismo de traductora.
Quizá es solo un mecanismo de defensa ante el estrés, al igual que pienso en hacer la colada cuando me mareo en el autobús (el olor a ropa limpia me quita las náuseas); pero es un mecanismo que no controlo, un proceso en el que mi cerebro dividido en dos, no solo por la pantalla y por los idiomas, sino por las mentes que lo habitan durante un tiempo para traducir, recupera mis propias memorias para que no se me olvide que solo soy la traductora, que la otra mente que me invade es ajena a mí, me acompañará durante el proyecto para irse después .
Por eso, tras esta breve confesión cerebral, quiero hablar de lo que hace la otra parte de mi mente cuando traduzco. La mía me baña en memorias tranquilizadoras; la otra muda de piel y de manos, mostrándome cómo puedo encarnar y encarno cuerpos ajenos y bocas extrañas para plasmar un pensamiento que no me pertenece del todo.
Pero hoy, como no podía hacer de otra manera, esas otras manos y esos otros cuerpos son los de ellas, las autoras que he tenido la oportunidad de traducir y con las que he compartido muchos momentos, tranquilizadores et non.
El orden elegido es cronológico (por orden de publicación), porque no podría elegir entre ellas aunque me lo pidiesen.
Mi Michela (Sonego)
Michela, como he contado en otras ocasiones, llegó a mi vida por casualidad. Como todas. Pero ella, en especial, llegó acompañada de una historia reciente y muy cercana. Michela nos dejó en 2017, un año en el que yo no conocía de su existencia, pero en el que yo también perdí a alguien muy importante. Un año después, aún recomponiendo mis trozos, los editores me entregaron el manuscrito de Michela. Una pediatra italiana afincada en Madrid que había escrito un libro hacía años sobre su experiencia en Médicos Sin Fronteras en el Amazonas. Sin embargo, no venía sola. Ella vivía en Madrid, trabajaba en Madrid y el amor de sus amigos y amigas, compañeros y compañeras aún padecía su pérdida. Por ello, el proyecto de traducción se planteó como un proyecto muy personal: tenía que dar voz a alguien que ya no estaba para que toda su gente volviera a escucharla.
Michela había hablado en infinidad de ocasiones sobre su 'aventura' en el Amazonas con sus allegados y allegadas, pero estos no habían podido leer su obra porque no entendían el italiano. Ahí entré yo. Leí el manuscrito en menos de tres días, una narración apasionante, llena de alegrías y de penas, de tragedia y de comedia, pero, sobre todo, llena de lo que fue Michela. Una mujer a la que no conocí en persona, pero a la que siento parte de mi vida.
Traduje el libro viajando al Amazonas sin moverme de mi escritorio. Quizá suena muy a tópico, pero es real. Esa parte de mi cerebro que Michela invadió recorrió de su mano toda su peripecia amazónica, sintió con ella sus dudas, sufrió sus frustraciones y las hice mías. El libro se publicó y se presentó. La primera presentación fue para ellos, para todos esos amigos y amigas que esperaban con ansias leer lo que Michela les había relatado de viva voz en tantas ocasiones. Yo estaba allí, sonriente y asustada ante un público que sabía perfectamente lo que esperar de las palabras de Michela. Hablé sobre mi experiencia, hablé sobre el libro como traductora, pero no pude evitar hablar de la amistad que ahora me unía a mi Michela. No pude evitar contar que sentía conocerla, que la había escuchado en mi cabeza hablarme y que lo que había hecho con la traducción había sido devolverle la voz a través de mi lengua. El público más exigente, el de los amigos y amigas, el de la familia, se me acercó emocionado y me dio las gracias por haberles dado la oportunidad de tenerla de vuelta en su libro. Un objeto al que podrán acudir siempre que quieran escucharla.
Mi Sibilla (Aleramo)
La distancia temporal y espacial que me separa de Sibilla (o Rina Faccio) es muy grande. Curiosamente (si quiero encontrar similitudes pazzesche) nacimos el mismo día del mes, aunque con 113 años de diferencia. El nombre de Sibilla llegó a mí a través de la lectura del libro que contaba la historia de un poeta. Ese poeta era Dino Campana y Sibilla figuraba como la amante de este. Sí, a pesar de haber dedicado mis años de estudio a la literatura italiana, nunca nadie me habló de Sibilla. Leí su nombre y las pocas frases que se le dedicaban, mi curiosidad filológico-literaria-traductológica-bibliófila-y-demás me hizo buscarla, leer sobre ella y, de esta manera, llegué a Una mujer. Leí el libro, una prosa difícil de asimilar para mí, pero sobre todo, una historia autobiográfica narrada cien años atrás que me hizo sentir escalofríos. Lo volví a leer, no podía creer lo que leía, no podía asimilar la violencia y la desesperación de sus palabras. En mi búsqueda del personaje Sibilla había encontrado mucha información sobre el 'tipo' de mujer que fue, sobre cómo tuvo miles de amantes, sobre su participación activa en las luchas feministas, sobre lo fuerte que fue como mujer. Y su libro me presentaba a la Sibilla más vulnerable, la que tuvo que vivir un infierno para resurgir y luchar.
Traducir Una mujer fue difícil, no solo porque había que trasladar con la distancia de un siglo una novela clásica, sino porque meterse en su mente fue doloroso. Quizá me implico demasiado en mis traducciones, pero no puedo evitarlo. Siendo la voz de Sibilla, siendo el cuerpo de Sibilla, sufrí los golpes y lloré. Supe que el libro estaba listo cuando mi llanto en cada revisión era cada vez más largo, más profundo.
He leído opiniones sobre la publicación de Una mujer en mi traducción y he visto cómo la rabia inunda a las lectoras y lectores, cómo sentimos la situación cercana a pesar de los cien años de distancia; entonces, a través de estas opiniones lectoras, entendí que la voz de Sibilla estaba viva y que había conseguido darle el tono justo para que su voz quasi decimonónica llegara a mis contemporáneos.
Mi Alda (Merini)
Alda, Alda, Alda... ¿qué querían de ti? Alda Merini murió en 2006, ella forma parte del imaginario italiano, pero ¿qué Alda es la que recuerdan? Cuando los editores me propusieron leer Delirio amoroso, por supuesto que sabía quién era Alda. ¿Lo sabía realmente? Me senté delante de ese breve libro de memorias, de confesiones, de poesías en prosa o de prosas poéticas. La leí y descubrí a una Alda que no conocía.
Su personaje mediático había sido muy polémico. No sé si habéis hecho una búsqueda aleatoria de imágenes con su nombre, pero las fotos que se muestran pretenden ensuciar su nombre (aunque para mí no lo han conseguido). Son las fotos de una mujer valiente, una mujer que quiso ser poeta, una mujer que sufrió una enfermedad mental por la que se la estigmatizó, una mujer, al fin y al cabo, que quiso ser mujer libremente en un mundo de hombres-poetas.
Traducir a Alda fue un verdadero rompecabezas. Este pequeño libro que atesoro y que no me canso de releer, es una deconstrucción de su vida vista y defendida por ella ante las acusaciones de los demás. Su vida llena de amor, un amor delirante para muchos, pero como siempre, un amor incomprendido. Alda me enseñó cómo pequeños comentarios pueden marcar tu existencia, cómo obstáculos inmensos pueden convertirse en la razón de tu lucha; pero, sobre todo, entendí profundamente lo que Alda sentía: esa soledad del manicomio donde todas tus verdades son tachadas de locura ante la sonrisa irónica de cuerdos sociales con delirios de poder.
Como Alda, yo perdí a mi amor en circunstancias trágicas. Como ella, me negué a aceptar su no existencia. Como ella, esperé y espero. Sin embargo, nadie ha cuestionado mi manera de amar, nadie me ha dado electroshock por querer como quiero, nadie me ha juzgado por ser quien soy. Alda fue acusada y criticada por cada decisión, por cada aspecto de su vida. Ser su voz para mí fue un intento por redimir sus dolores acompañándola en ellos con los míos.
Quedan escritoras por llegar. Autoras con las que ya he establecido un contacto, escritoras que me alimentan el alma mientras yo les doy mi voz. Espero que sigan llegando a mi vida para que se empoderen de mi cuerpo y sigan alzando sus poderosas voces acalladas durante demasiado tiempo.
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